CAPÍTULO IV

Robledo se levantó muy tarde; pero aún pudo admirar el suave esplendor de un día primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada de sol extendía su toldo de oro sobre París.

– Da gusto vivir – pensó al abandonar su hotel después de haber almorzado rápidamente en un comedor donde sólo quedaban los criados.

Paseó toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volvió á los bulevares. Se proponía comer en un restorán, buscando luego á los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversión.

Estando en la terraza de un café compró un diario, y antes de abrirlo presintió que este papel recién impreso guardaba algo que podía sorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba á conocer cosas hasta entonces envueltas en el misterio… Y en el mismo instante sus ojos tropezaron con un título de la primera página: «Suicidio de un banquero.»

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de Conocerlo. No podía ser otro que Fontenoy. Por eso no experimentó sorpresa alguna mientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio le parecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se los hubiese revelado previamente.

Fontenoy había sido encontrado en su lujosa vivienda ten-dido en la cama y guardando todavía en la diestra el revólver con que se había dado muerte.

Desde el día anterior circulaba por los centros financieros la noticia de su quiebra en condiciones tales que iba á atraer la intervención de la Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez se proponía registrar al día siguienta su conta-bilidad, lo que hacía esperar á muchos una prisión inmediata del banquero.

El colonizador leyó por dos veces el final del artículo:

«La muerte de esta hombre deja visible el engaño en que vivían los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras é industriales en Asia y en África son casi ilusorias. Están todavía en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, él las presentó al público como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, según afirman algunos, tuvo más de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado á muchas gentes. Además, parece que invirtió una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzará indudablemente á los que han colaborado con él en la dirección de estas empresas engañosas.»

«A última hora se habla de la probable prisión de algunos personajes conocidos que trabajaron á las órdenes del banquero.»

Cesó de pensar en el suicida para ocuparse únicamente de su amigo. «¡Pobre Federico! ¿Qué va á ser de él?…» Y tomó inmediatamente un automóvil para que le llevase á la avenida Henri Martin.

El ayuda de cámara de Torrebianca le recibió con un rostro de fúnebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marqués había salido á mediodía, así que supo por teléfono la noticia del suicidio, y aún estaba ausente.

– La señora marquesa – continuó el criado – está enferma, y no quiere recibir á nadie.

Robledo, escuchándole, pudo darse cuenta del efecto que había producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no existía. Mostraban el aspecto azorado de una tripulación que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oyó pasos discretos detrás de los cortinajes, con acompañamiento de susurros, y vió cómo se levantaban aquéllos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se había hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien á la casa temían todos que fuese la policía. El chófer preguntaba con sorda cólera á sus compañeros:

– Se mató el capitán, y este barco se va á pique. ¿Quién nos pagará ahora lo que nos deben?…

Regresó el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorán, y tres veces llamó por teléfono á la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el señor acababa de entrar, y Robledo se apresuró á volver á la avenida Henri Martin.

Encontró á Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las últimas horas hubiesen valido para él años enteros. Al ver entrar á Robledo lo abrazó, buscando instintivamente un apoyo para sostener su cuerpo desalentado.

Le parecía asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tan poco tiempo. Por la mañana había sentido la misma impresión de felicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del día. ¡Daba gusto vivir!… Y de pronto el llamamiento por teléfono, la terrible noticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cadáver del banquero tendido en la cama y arrebatado después por los que intervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

Aún le había causado una impresión más dolorosa ver el aspecto de las oficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como único amo, examinando papeles, colocando sellos, procediendo á un registro sin piedad, apreciándolo todo con ojos fríos, recelosos é implacables. El secretario del banquero, que había llamado á Torrebianca por teléfono, hacía esfuerzos para ocultar su turbación, y acogió la presencia de éste con gestos pesimistas.

– Creo que vamos á salir mal de esta aventura. El patrón debía habernos prevenido…

Pasó Torrebianca el resto del día buscando á otras personas de las que habían colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurar como autómatas en los Consejos de Administración de sus empresas. Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz de toda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir la propia salvación.

Se quejaban de Fontenoy, al que habían alabado hasta pocas horas antes para que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya «bandido». Los hubo que, necesitando atacar á alguien para justificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

– Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magníficos. Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellas tierras lejanas, pues de otro modo no se comprende cómo puso su firma en unos documentos técnicos que sirvieron para infundirnos confianza en los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empezó á darse cuenta de que todos necesitaban una víctima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendas responsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre los muertos.

– Tengo miedo, Manuel – dijo á su camarada. – Yo mismo no comprendo ahora cómo firmé esos papeles, sin darme cuenta de su importancia… ¿Quién pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonrió tristemente. Podía darle el nombre de la persona que le había aconsejado; pero consideró inoportuno aumentar con tal revelación el desaliento de su amigo.

Aún en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

– ¡Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Creí que iba á sufrir un accidente al contarle yo cómo había visto el cadáver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

Pero Robledo sintió tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

– Piensa en tu situación y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es más grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, después de hablar largamente de esta catástrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. ¡Quién podía conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez!… Fontenoy era más iluso que criminal; esto lo reconocían hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por él acabarían siendo excelentes. Su defecto había consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, engañando al público sobre su verdadera situación. Tal vez unos administradores prudentes sabrían hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no había cometido ningún delito al aprobarlos.

– Bien puede ser así – dijo Robledo, que necesitaba mostrarse igualmente optimista.

Le había infundido al principio una gran inquietud el desaliento de su amigo, y prefería ayudarle á recobrar cierta confianza en el porvenir. Así pasaría mejor la noche.

– Verás como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor á lo que dicen los antiguos parásitos de Fontenoy, aconsejados por el miedo.

Al día siguiente lo primero que hizo el español al levantarse fué buscar los periódicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores en sus artículos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de un gran escándalo parisién, augurando que la Justicia iba á meter en la cárcel á personalidades muy conocidas antes de que hubiesen transcurrido cuarenta y ocho horas. Hasta creyó adivinar en uno de los periódicos vagas alusiones á los informes de cierto ingeniero protegido de Fontenoy. Cuando volvió á encontrar á Federico en su biblioteca, todavía le vió más viejo y más desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesa estaban los mismos diarios que había leído él.

– Quieren llevarme á la cárcel – dijo con voz doliente. – Yo, que nunca he hecho mal á los demás, no comprendo por qué se encarnizan de tal modo conmigo.

En vano intentó Robledo consolarle.

– ¡Qué vergüenza! – siguió diciendo. – Jamás he temido á nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hasta cuando me habla mi ayuda de cámara bajo los ojos, temiendo ver los suyos… ¡Qué dirán de mí en mi propia casa!

Luego añadió, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido á los años de su infancia:

– Tengo miedo de salir. Tiemblo sólo de pensar que puedo ver á las mismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y me será preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irónicas, sus palabras de falsa lástima.

Calló, para añadir poco después con admiración:

– Elena es más valiente. Esta mañana, después de leer los periódicos, pidió el automóvil para ir no sé dónde. Debe estar haciendo visitas. Me dijo que era preciso defenderse… Pero ¿cómo voy á defenderme si es verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negocios que no conozco?… Yo no sé mentir.

Robledo intentó en vano infundirle confianza, como en la noche anterior. Su optimismo carecía ya de fuerzas para rehacerse.

– También mi mujer cree, como tú, que esto puede arreglarse. Ella se siente tan segura de su influencia, que nunca llega á desesperar. Tiene en París muchas amistades; le quedan muchas relaciones de familia. Se ha ido esta mañana jurando que conseguirá desbaratar las tramas de mis enemigos… Por-que ella supone que tenemos muchos enemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto en la quiebra de Fontenoy… Elena sabe de todo más que yo, y no me extrañaría que consiguiese hacer cambiar la opinión de los periódicos y la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas de proceso y de cárcel.

Se estremeció al pronunciar la última palabra.

– ¡La cárcel!… ¿Ves tú, Manuel, á un Torrebianca en la cárcel?… Antes de que eso ocurra, apelaré al medio más seguro para evitar tal vergüenza.

Y recobraba su antigua energía vibrante y nerviosa, como si en su interior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

Robledo se alarmó al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas de su amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

– Tú no puedes hacer ese disparate – dijo. – Vivir es lo primero. Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien ó mal. Con la muerte sí que no hay arreglo posible… Además, ¡quién sabe!… Tal vez no te equivocas en lo que se refiere á tu mujer, y ella pueda llegar á influir en el arreglo de tu situación. Cosas más difíciles se han visto.

Al salir de la biblioteca encontró Robledo á varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cámara, con una confianza extemporánea y molesta para él, murmuró:

– Esperan á la señora marquesa… Les he dicho que el señor había salido.

No añadió más el criado; pero la expresión maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero había dado fin al escaso crédito que aún gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes debían saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que servían aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendió ahora que su amigo tuviese miedo y vergüenza de ver á los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

A media tarde habló por teléfono con él. Elena acababa de regresar de su correría por París, mostrándose satisfecha de sus numerosas visitas.

– Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se irá arreglando después – dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse más expansivo en una conversación telefónica.

Cerrada la noche, volvió Robledo á la avenida Henri Martin. Había leído en un café los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones á una probable prisión de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Vió otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periódicos que él acababa de leer, y se explicó el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivén de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza á la desesperación. Era rudo el contraste entre su voz fría y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, había adoptado una resolución, y persistía en ella, sin más esperanza que un suceso inesperado y milagroso, único que podía salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

Miró Robledo á todos lados, fijándose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ¡No poder adivinar dónde estaba guardado el revólver que era para su amigo el último remedio! …

– ¿Hay gente ahí fuera? – preguntó Torrebianca.

Como parecía conocer las visitas molestas que durante el día habían desfilado por el recibimiento, Robledo no pidió una aclaración á esta pregunta, limitándose á contestarla con un movimiento negativo. Entonces él habló de aquella invasión de acreedores que llegaba de todos los extremos de París.

– Huelen la muerte – dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas de cuervos… Cuando entró Elena á media tarde, el recibimiento estaba repleto… Pero ella posee una magia á la que no escapan hombres ni mujeres, y le bastó hablar para convencerlos á todos. Creo que hasta le habrían hecho nuevos préstamos de pedírselos ella…

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto á esta admiración.

– Volverán – dijo con tristeza. – Se han ido, pero volverán mañana… También Elena ha visto á ciertos amigos poderosos que inspiran á los periódicos ó tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ¡ay! cuando ella está lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarán las cosas, y no dudo que así será por el momento; pero ¿qué puede una mujer contra tantos enemigos?… Además, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado á otro defendiéndome, mientras yo permanezco aquí encerrado. Sé á lo que se expone una mujer cuando va á solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso sería peor que la cárcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba á veces un temor pueril y á continuación una gran energía, pasó cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros á que podía verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

– La he prohibido que continúe las visitas, aunque sean á viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confié-monos á la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sólo el cobarde carece de solución cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le había escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

– Yo tengo una solución mejor que la tuya, pues te permitirá vivir… Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metódica, como si estuviera exponiendo un negocio ó un proyecto de ingeniería, le explicó su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en París.

– Te advierto que adivino lo que piensas hacer mañana ó tal vez esta misma noche, si consideras tu situación sin remedio. Sacarás tu revólver de su escondrijo, tomarás una pluma y escribirás dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ¡Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y á cuyos sacrificios corresponderás yéndote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusación con que fueron dichas estas palabras conmovió á Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajó la frente, como avergonzado de una acción innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyó adivinar que murmuraban levemente: «¡Pobre mamá!… ¡Mamá mía!»

Sobreponiéndose á la emoción, volvió á levantar Federico su cabeza.

– ¿Crees tú – dijo – que mi madre se considerará más feliz viéndome en la cárcel?

El español se encogió de hombros.

– No es preciso que vayas á la cárcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por mí y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Después de mirar los periódicos que estaban sobre la mesa, añadió:

– Como creo dificilísima tu salvación, mañana mismo salimos para la América del Sur. Tú eres ingeniero, y allá en la Patagonia podrás trabajar á mi lado… ¿Aceptas?

Torrebianca permaneció impasible, como si no comprendiese esta proposición ó la considerase tan absurda que no merecía respuesta. Robledo pareció irritarse por su silencio.

– Piensa en los documentos que firmaste para servir á Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no habías estudiado.

– No pienso en otra cosa – contestó Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignación el español al oir las últimas palabras, y abandonando su asiento, empezó á hablar con voz fuerte.

– Pero yo no quiero que mueras, grandísimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imagínate que soy tu padre… Tu padre no, porque murió siendo tú niño… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamá, á la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece á tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses á mí.»

La vehemencia con que dijo esto volvió á conmover á Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos á los ojos. Robledo aprovechó su emoción para decir lo que consideraba más importante y difícil.

– Yo te sacaré de aquí. Te llevaré á América, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarás rudamente, pero con más nobleza y más provecho que en el viejo mundo; sufrirás muchas penalidades, y tal vez llegues á ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

Se incorporó el marqués, apartando las manos de su rostro. Luego miró á su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?… ¿Cómo se atrevía á proponerle que abandonase á Elena?… Prefería morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se oponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamó irónicamente:

– ¡Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepintió al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situación en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer á Fontenoy, ¿No es así?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico bajó la cabeza; pero el otro todavía quiso insistir en su agresividad.

– ¿Cómo conoció tu mujer á Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

Aún se contuvo un momento, pero su cólera le empujó, pudiendo más que su prudencia, que le aconsejaba callar.

– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sólo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marqués hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombría – ;

pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ¡Y yo la amo tanto!…

Después quedaron los dos en silencio. Según transcurrían los minutos parecía agrandarse la separación entre ambos. Robledo creyó conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

– Allá, la vida es dura, y sólo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilización. Pero el desierto parece dar un baño de energía, que purifica y transforma á los hombres fugitivos del viejo mundo, preparándolos para una nueva existencia. Encontrarás en aquel país náufragos de todas las catástrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allá sólo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.

Como Torrebianca permanecía impasible, creyó oportuno recordarle otra vez su situación.

– Aquí te aguardan la deshonra y la cárcel, ó lo que es peor, la estúpida solución de matarte. Allá, conocerás de nuevo la esperanza, que es lo más precioso de nuestra existencia… ¿Vienes?

El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, y añadió enérgicamente:

– Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos en expediciones de este género… Tu esposa no va á morir de pena porque tú la dejes en Europa. Os escribiréis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Además, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harás por ella mucho más que si te matas ó te dejas llevar á la cárcel… ¿Quieres venir?

Quedó pensativo Torrebianca largo rato. Después se levantó é hizo una seña á Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.

No permaneció mucho tiempo solo el español. Le pareció oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos más próximos, se levantó violentamente un cortinaje y entró Elena en la biblioteca seguida de su esposo.

Era una Elena transformada también por los acontecimientos. Robledo creyó que para ella las horas habían sido igualmente largas como años. Parecía más vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era más sincera que la de los días risueños. Tenía el melancólico atractivo de un ramo de flores que empiezan á marchitarse. Habían transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse á los cuidados de su cuerpo, y se hallaba además bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Más que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estarían diciendo á aquellas horas las numerosas amigas que tenía en París.

Arrojó violentamente á sus espaldas el cortinaje, y fué avanzando por la biblioteca como una invasión arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar á Robledo.

– ¿Qué es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz áspera. – ¿Quiere usted llevárselo y que deje abandonada á su mujer entre tantos enemigos?…

Torrebianca, que al marchar detrás de ella sentía de nuevo su poder de dominación, creyó del caso protestar para convencerla de su fidelidad.

– Yo no te abandonaré nunca… Se lo he dicho á Manuel varias veces.

Pero Elena no lo escuchaba, y continuó avanzando hacia Robledo.

– ¡Y yo que le tenía á usted por un amigo seguro!… ¡Mal sujeto! ¡Querer arrebatar á una mujer el apoyo de su esposo, dejándola sola!…

Al hablar miraba fijamente los ojos del español, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debió ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo más suave, y hasta acabó por fingir un mohín infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneció impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.

– A ver explíquese usted. Dígame cuáles son sus planes para sacar á mi marido de aquí, llevándolo á esas tierras lejanas donde vive usted como un señor feudal.

Insensible á la voz y á los ojos de ella, habló Robledo fríamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingeniería.

Había discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de París. Buscaría al día siguiente un automóvil para él, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje á España. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca aún estaba libre, pero bien podía ser que lo vigilase preventivamente la policía mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de España estaba lejos, la pasarían antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisión. Además, él tenía amigos en la misma frontera, que les ayudarían en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos á Barcelona, y una vez en este puerto era fácil encontrar pasaje para la América del Sur.

Elena le escuchó frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.

– Todo está bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ¿por qué ha de incluir usted solamente á mi esposo? ¿Por qué no puedo marcharme yo también con ustedes?

Torrebianca quedó sorprendido por la proposición. Horas antes, al volver Elena á casa, había mostrado una gran confianza en el porvenir para animar á su marido y tal vez para engañarse á sí misma. Venía de visitar á hombres que conocía de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galantería melancólica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no veía otro remedio á su situación que estas palabras, había necesitado creer en ellas, forjándose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.

Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie haría nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguiría su curso. Su marido iría á la cárcel, y ella tendría que empezar otra vez… ¡otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era difícil encontrar un rincón que no hubiese conocido antes… Además, ¡tantas amigas deseosas de vengarse!…

Robledo vió pasar por sus ojos una expresión completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibió en la voz de Elena un acento de verdad.

– Usted es el único, Manuel, que ve claramente nuestra situación; el único que puede salvarnos… Pero lléveme á mí también. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.

Y había tal tristeza y tal mansedumbre en esta súplica, que el español la compadeció, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.

Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enérgicamente:

– O te sigo con ella, ó me quedo á su lado, sin miedo á lo que ocurra.

Aún dudó Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptación. Inmediatamente se arrepintió, como si acabase de aprobar algo que le parecía absurdo.

Empezó á reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.

– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montaré á caballo, cazaré fieras, arrostraré grandes peligros. Voy á vivir una existencia más interesante que la de aquí; una vida de heroína de novela.

El español la miró como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parecía haber olvidado igualmente que aún estaba en París, y de un momento á otro la policía podía entrar en la casa para llevarse á su marido.

Le alarmó también la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de América y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.

Torrebianca les interrumpió con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realización del plan de su amigo.

– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ¿Dónde encontrar dinero?…

Su esposa volvió á reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estrañeza.

– ¡Pagar!… ¿Quién piensa en eso? Los acreedores esperarán. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde América cuando tú seas rico.

Obsesionado por sus escrúpulos, el marqués insistió en ellos con una tenacidad caballeresca.

– No saldré de aquí sin que hayamos pagado á lo menos nuestra servidumbre. Además, necesitamos dinero para el viaje.

Hubo un largo silencio; y el marido, que seguía pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una solución:

– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.

Miró Elena irónicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.

– No llegarán á dar dos mil francos por éstas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.

– Pero ¿y las verdaderas? – preguntó, asombrado, Torrebianca. – ¿Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?

Robledo creyó oportuno intervenir para que no se prolongase este diálogo peligroso.

– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagaré á tus domésticos; yo costearé el viaje de los dos.

Elena le tomó ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insistía en no aceptarla; pero el español cortó sus protestas.

– Vine á París con dinero para seis meses, y me iré á las cuatro semanas; eso es todo.

Después añadió con una desesperación cómica:

– Me privaré de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.

Federico le estrechó la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiástico. Todas sus palabras eran ahora para un país desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un paraíso.

– ¡Qué ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…

Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al día siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:

«¡Qué disparate acabo de hacer!… ¡Qué terrible regalo voy á llevar á los que viven allá lejos, duramente… pero en paz!»

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